México es, constitucionalmente, un país multicultural. En el terreno de los hechos el racismo, la discriminación y la ignorancia por una parte y la pobreza, marginación o anuencia por la otra, parecen borrar gran parte de los esfuerzos individuales, comunitarios o institucionales por sobreponerse a la desigualdad que se vive.

Los gobiernos y sus autoridades educativas y culturales ejercen su poder sobre los ciudadanos —indígenas incluidos— manteniéndolos lejos de las esferas de las decisiones y sometidos a la masificación de la cultura, la educación y la información: la televisión y los libros de texto han llegado a los más recónditos orificios de la patria.

La educación es considerada la panacea que terminará con nuestros problemas, y la lectura, parte complementaria de este proceso. El deseo de modificar, enmendar, dictar lo que el otro debe y puede saber, entender, aprender, ejercer —o qué debe y puede leer— ha sido dictado siempre por el poder central. El problema no se limita a la lectura y a la educación: ante lo indígena, se descalifican las culturas en todos los niveles al hablar de artesanía (que no arte), subsistencia (que no producción), saberes (que no conocimiento), cultura oral (que no escrita), sistemas de creencia (que no religión) y un largo etcétera.

Hoy, además, hay que hacerles libros. Y esto se interpreta casi siempre como la necesidad de llevar el evangelio de la palabra escrita y el placer de la lectura, abrir las mentes a universos de quienes han sido excluidos mediante publicaciones financiadas y distribuidas siguiendo normas editoriales dictadas por el mercado.

En 2000 había un millón 450 mil 154 alumnos que recibían educación de la DGEI, 50 mil maestros bilingües, y se enseñaba en 52 lenguas y variantes. Del seno del magisterio o de quienes iniciaron allí sus estudios proviene gran parte de los intelectuales, dirigentes políticos y voceros actuales de las comunidades —y de los vicios asociados a la corrupción que permea sus organizaciones.

Hacer libros para niños y jóvenes indígenas es mucho más que traducir bonitos libros a diversas lenguas. La colección Hacedores de las Palabras del CONAFE, por ejemplo, se hizo con materiales escritos e ilustrados por niños de seis a 16 años de 13 estados y consta de 18 antologías. Los niños-autores muestran un ámbito poco agonístico, y adoptan estrategias novedosas tanto para reproducir la tradición como para apropiarse de lo externo; vemos allí la riqueza y persistencia de otras maneras de mirar el mundo. Los textos, escritos originalmente en lenguas indígenas, al ser traducidos al español convirtieron la lengua nacional en instrumento para reforzar y circular los escritos, en lazo entre diferentes lenguas y para definir lo regional ante lo nacional. Tomó casi tres años escribir, editar e ilustrar estos libros: un equipo de escritores, diseñadores, talleristas y correctores cuidó la edición. Hacer libros en lenguas es muy caro, pero es posible si ellos participan en el proceso.

La Rama Multicultural del Programa Nacional de Lectura ha permitido la publicación de una cantidad relevante y variada de libros en lenguas indígenas en la última década. Para publicar y venderles libros hay que conocer el mundo editorial infantil, ser escritores, pedagogos y editores; difusores, promotores, investigadores, gestores —y adivinos. Ser o no indígenas no es indispensable.

A ciegas, en un ámbito dominado por lo comercial, donde la escritura y el libro son fetichizados, quienes hacemos libros indígenas —este plural se refiere a Pluralia Ediciones— además de sobrepasar los laberintos burocráticos —que no son pocos— publicamos libros cuyo destino desconocemos; debemos evaluar por cuenta propia la necesidad y pertinencia de dichos libros.

A pesar de las dificultades, este nicho ha sido tentador para las editoriales grandes —la mayoría se ven financiadas por la adquisición, año con año, de enormes tirajes para el Programa Nacional de Lectura. Se han inventado o intentado multitud de posibles libros en lenguas, partiendo cada cual de su muy peculiar interpretación de lo que es indígena y de lo que requieren los lectores. Parecía bastar que lo ilustrara un pintor indígena, que se escribiera algo inmediatamente identificable según los estereotipos vigentes, se tradujera del español, se presentara a dictamen. Chicle y pega. La pertinencia, relevancia o recepción son lo de menos.

Además de los recursos destinados a cumplir las cuotas políticamente correctas, debe haber un seguimiento de dichas publicaciones. Una invitación a escritores y periodistas, becarios y estudiantes, investigadores y artistas indígenas a participar en alguna de las etapas del procedimiento editorial. También los maestros son los únicos que pondrán a los niños indígenas en contacto con los textos. Los convenios con las escuelas son indispensables, así como medidas eficientes de difusión. No es suficiente publicar libros: hay que leerlos.

Por otra parte, la interculturalidad debe ser universal. A diferencia de las culturas indígenas, los no indígenas nunca han recibido una educación intercultural ni han sido sometidos a las presiones que se padecen en las aulas indígenas.

La solución al problema no se ha dado en quinientos años. A principios del siglo XXI, seguimos padeciendo una herencia de racismo, soberbia, salvacionismo mesiánico, demagogia jactanciosa, idénticos en izquierdas y derechas. La igualdad formal ante la ley homologa en un sistema perverso: los indios son consumidores y productores en el último escalón de una economía dañada, dependiente y sometida a niveles domésticos e internacionales. Son usuarios de la educación y de los programas más rezagados, sin opción para determinar sus contenidos. La lucha por el reconocimiento de la diferencia es considerada por los políticos como un retroceso regido por el fantasma de la raza, abolida desde la Independencia; así pues, los indígenas deben llegar tarde a un neoliberalismo mercenario —pobres— para participar de la democracia inexistente.

Los indígenas nunca han pedido permiso para hablar, escribir o leer cuando les pareció necesario. Las lenguas, institucionalmente, se respetan, rescatan, admiran, denigran; desaparecen, se conservan —por decreto, pareciera, y no porque sus hablantes las mantienen vigentes, fluidas, en marcha. Ninguna medida institucional ha rescatado ni revitalizado lengua o cultura alguna, si sus hablantes no tienen interés en hacerlo o encuentran ventajas en ello.

Ellos tienen la palabra una vez que nos pongamos de acuerdo: ¿quiénes son ellos?, ¿quiénes nosotros? ¿En qué términos se dará la colaboración, en ésta y otras esferas, sin que impere el utilitarismo más rampante?

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Acerca de la autora:
Ciudad de México, D. F. (1947). Poeta, traductora, ensayista. Entre otros libros, ha publicado Una pasión me domina (1989), el ensayo Rufino Tamayo: vuela con sus raíces (1999). Entre los poemarios que ha traducido del inglés al español se encuentran, de Mark Strand, Emblemas (1988) y La vida continua/Puerto oscuro (2006).

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