La palabra “empoderamiento” es espantosa. Es la grosera calca con que los psicólogos y los gerentes de desarrollo de personal han traducido el empowerment, una versión democratizada del poder que, como la libertad para los movimientos de emancipación social, se adquiere a través de su ejercicio —el funcionario emancipado parcialmente de supervisión encuentra que el poder comienza y acaba en sí mismo, y el oprimido, al ejercer su libertad, la conquista.

 ¿Qué clase de poder se cifra en la poesía, qué clase de poesía podría venir del poder? ¿El tradicional prestigio que se le asocia a la poesía está dado por un poder que le viene de su mismo ejercicio, o por el contrario, se trata de una práctica anacrónica en espera de su desaparición?

En la generación de Garcilaso, donde la pluma era extensión de la espada, o viceversa, la literatura era escrita y leída por la nobleza y por la incipiente burguesía intelectual, además de los monjes, empoderados en sus investigaciones sobre la naturaleza de la divinidad. A los poetas les preocupaba, en cambio, la naturaleza del hombre, y las formas en que el hombre lidiaba con fuerzas que lo sobrepasaban. La escritura era una práctica de la nobleza o una manera de lidiar con el Príncipe, de ganar su favor. Sólo en fecha muy reciente el diario personal del sujeto moderno apareció como investigación íntima.

Pero la poesía también puede convertirse en una extensión servil del poder, o al menos puede ser utilizada por el Príncipe de turno para este fin: Radovan Karadzic, psiquiatra, político implacable que condujo los destinos del pueblo serbiobosnio hacia una de las más brutales limpiezas étnicas de nuestros días, era también un versificador concienzudo, narcisista, y con una visión idealizada de sí mismo. Como sucede con cualquier poeta que se desdobla en su reflejo de señor que escribe. Una joyita de Karadzic reza “El que no tenga pan se alimentará con la luz de mi sol. Pueblo, nada está prohibido en mi fe./ Se ama y se bebe./ Y se mira al Sol todo lo que uno quiera. Y este dios no os prohíbe nada./ Oh, obedeced mi llamada, hermanos, pueblo, muchedumbre”. Los versos del camarada Mao también merecieron difundida lectura en las escuelas chinas, y Stalin mismo presidía y curaba los gustos de la ominosa Asociación de Escritores de la madre Rusia.

La poesía ha sido ejercida durante la mayor parte de la civilización humana a través del canto y la participación de una comunidad de sentido en los ámbitos rituales donde el canto tiene lugar: desde ceremonias públicas hasta alabanzas a la madre, la patria o los próceres, el canto ha reproducido y normado las formas en que una sociedad construye su procedencia simbólica y se localiza en la historia humana. El libro como tecnología de lectura es relativamente reciente, pero lo que entendemos por literatura y poesía aún hoy en día está supeditado a la norma del libro, a pesar de que poco participe esta industria editorial en la economía de los países. La gente no lee, se dice, pero canta a la menor provocación: cualquiera conoce los octosílabos de alguna canción ranchera aunque desconozca el teatro de Lope, escrito en el mismo metro en que tarareaba José Alfredo Jiménez.

El símbolo se perpetúa a través de su reproducción: cada lunes, miles de niños en las escuelas mexicanas entonan el “Himno Nacional” a través de cuyos decasílabos el poder canta y exhorta a identificarse con una imagen colectiva, fija e impermeable a la historia: una identidad nacional: “Mexicanos al grito de guerra,/ El acero aprestad y el bridón./ Y retiemble en sus centros la tierra/ Al sonoro rugir del cañón”.

Por supuesto que ningún niño con dos dedos de frente cree que esas palabras le hablan directamente a él: a él o a ella que probablemente nunca ha escuchado al cañón rugir sonoramente, y que habrá visto la guerra en los noticieros confundiéndola con un videojuego, como ocurre con la mayoría de los adultos. Desde niño siempre me llamó la atención la siguiente invocación, cuya afectación en el canto provoca aún otro equívoco curioso: “Mas si osare un extraño enemigo/Profanar con su planta tu suelo,/Piensa, oh Patria querida, que el cielo/Un soldado en cada hijo te dio”.

Frente a Masiosare, el extraño enemigo (que imaginaba las más de las veces despiadado y sin rostro), cada habitante de México se convierte en soldado —así se lo ha prometido el poeta a la patria, y el canto, como la mentira, a través de su repetición se vuelve verdad. El soldado en que todos nos convertiremos buscará borrar la ofensa que la planta de Masiosare ha efectuado en el terreno que delimita políticamente al país, creando la ilusión de que el enemigo no puede estar en casa: de que el enemigo que puede osar ofendernos siempre es un extranjero.

¿A qué siniestro Masiosare se enfrenta la práctica de la literatura hoy en día? ¿O es que la literatura profesional y los amateurs que hacen micrófono abierto se otean y se evalúan como enemigos imaginarios frente a la incapacidad de ubicar la insistencia de la práctica verbal fuera del terreno de lo verbal mismo? ¿El taller de rap está peleado con las revistas de crítica y creación literaria o por el contrario su ficticia oposición busca delimitar solamente los ámbitos en que sus respectivos poderes conviven y se reproducen sin anularse y apenas considerando la existencia de los otros? Se sabe que el gusto por la taxonomía es un gusto por el poder: llamar pan al pan permite apropiárselo. Sobre todo: la forma de llamar pan al pan importa al que desea hacerse con la administración del pan, con la administración de un ámbito de poder, ya sea en la escena del arte urbano, la poesía en voz alta y el spoken word, o en el aula académica y las revistas culturales. Llamar pan al pan desde la trinchera del micrófono abierto o desde una publicación del Estado permite perpetuar, sobre todo, la estructura en que lo literario convierte capitales simbólicos en económicos, y al poeta en un funcionario de la cultura.

Ésta es la versión estándar de la reproducción del poder a través del pretexto de lo literario, pero no es la única versión. Pienso por ejemplo que la poesía permanece como instancia privilegiada del discurso porque la insistencia en crear artefactos verbales sigue teniendo sentido para algunas personas, y su lectura o escucha son relevantes para estas mismas personas. Pero el poder de la escritura le viene precisamente de su no-poder, de que el pan escrito en la página o cantado en la plaza pública no es el pan que uno efectivamente puede comer con una taza de café: toda palabra es el hueco de la realidad que denuncia, y donde se lee pan el pan ha desaparecido. Si la poesía tiene un poder acaso sea éste: el de realizar una desapropiación extrema de las cosas, el de la aspiración a una palabra neutra, como quería Blanchot, que dé cuenta de la experiencia de mundo donde el poeta es apenas un operario o médium de un contenido emocional que preexiste y rebasa el ámbito material de la palabra. El poder de la poesía, en todo caso, siempre rebasa al poder que pueda asociarse al poeta: este ser de dudosa estirpe, el Poeta, como Masiosare, depende del reconocimiento o la oposición de la sociedad para existir. Un individuo reconocido públicamente como poeta (es decir, autorizado por una comunidad que norma lo poético, que puede ser una universidad, una lectura de spoken word, una charla informal o el juicio de la historia) puede ejercer públicamente el rol de profesor, tallerista o burócrata, pero rara vez el de poeta, así sin más. La palabra incomoda y debería incomodar: es una categoría crítica a la vez que una palabra que designa a alguien que usa las palabras de un modo distinto al de la vida diaria, alguien que ha neutralizado o puesto en duda los significados usuales: alguien que, como César Vallejo, se ocupa de la tensa realidad fronteriza en que la palabra ocurre, preguntándose: “Un hombre pasa con un pan al hombro./ ¿Voy a escribir, después, sobre mi doble?”, o incluso: “Alguien va en un entierro sollozando/ ¿Cómo luego ingresar a la Academia?”

Entre el hombre que solloza y el que ingresa a la Academia, la poesía afirma su poder desde la negación del mundo, desde una cadena de interrupciones en que el deseo redistribuye las ocupaciones mundanas: un hombre que escribe es un hombre que se interrumpe y participa de un trabajo inútil, que interrumpe la significación convencional de las palabras tal vez por la sola capacidad para hacerlo, como quien anda en bicicleta —no descartemos que por razones políticas— sin pensar en que lo hace, so pena de caerse.

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